La felicidad en un puñado de arena. Cáncer infantil

La rutina. Tan necesaria como odiosa. He estado tantos años viviendo en una cárcel de oro. Aislado de todo aquello que no girara alrededor de mi órbita. Viviendo mi vida como si fuera la única del mundo. Nunca nos planteamos ciertas cosas hasta que nos mandan un desafío. Un día, me dieron la peor noticia que un padre puede recibir. Mi mujer y yo nos derrumbamos cuando aquel médico nos dijo que nuestra pequeña Lucía tenía leucemia.
El año 2014 comenzó con normalidad. Entre el despacho y las negociaciones trabajaba en torno a doce horas diarias. Era el director financiero de una gran multinacional. No puedo revelar su nombre, pero todos consumimos productos suyos a cada hora. Gestionaba millones y millones de euros mensuales. Tenía a mi cargo a unos cuantos directores regionales y a miles de trabajadores. Amaba a mi mujer y a mi niña. Pero quizás, mi cabeza estaba demasiado ocupada en otros asuntos. No pasaba mucho tiempo con ellas. De vez en cuando nos íbamos a una casita en la playa a pasar el fin de semana. A Lucía le encantaba coger arena y que se colara entre sus dedos. Era una de las pocas cosas que sabía que le gustaban. Ahora me doy cuenta de que probablemente, fui un mal marido y un mal padre. Pero todo cambio aquel cinco de enero.
Lucía llevaba tiempo sintiéndose más cansada de lo normal, con cierta debilidad y mareos a cada hora, y su color de piel comenzó a palidecer. Pensábamos sería algún tipo de anemia. Hubo análisis de sangre. No dijeron los resultados. Después hubo análisis de médula. Y conocimos el miedo.
No sé lo que es padecer un cáncer. Pero que a tu hija de cinco años le diagnostiquen leucemia te resquebraja el alma como un jarrón de cristal cuando cae al suelo y estalla. La impotencia que se siente, al ver que una niña con toda la vida por delante tiene esta terrible enfermedad te corroe como el ácido. No encontrar respuesta a esta injusticia te mina poco a poco el ánimo. Te destruye tan rápido como se consume una vela en la más absoluta oscuridad. Te desmoronas. Tu vida se tambalea y tu felicidad se convierte en un trapecista pendiendo de un hilo. Si cae, jamás podrás volver a ser totalmente feliz de nuevo.
Mi mujer y yo dejamos a Lucía en el hospital después de dos días con ella casi sin dormir. Nos fuimos a casa a intentar descansar un poco. Allí, nos derrumbamos, nos abrazamos y lloramos. Y lloramos. Y lloramos. Hasta que nos convertimos en un desierto. Nos miramos a los ojos y nos dijimos que algo tenía que cambiar. Y cambió.
Al día siguiente me presenté en el trabajo. Llamé al Director General y presenté mi dimisión. No se lo podía creer. Me ofreció el doble de mi salario. Me negué. Recogí mi despacho y me fui. No podía dejar de pensar en todos aquellos momentos que no pasé con mi hija y mi mujer por culpa del trabajo. Me perdí su primera palabra, sus primeros pasos, su primera obra de teatro… Mi mundo de repente, giró.
Mi mujer estaba destrozada. Cuando yo le comenté que había dejado el trabajo para dedicarme enteramente a Lucía, sus ojos brillaron. Fue como un primer atisbo de esperanza para ella.
Pasábamos todo el día con Lucía. Al principio estaba desorientada, no encontraba su sitio entre los otros niños. Muchos ya no tenían pelo. Y entonces tuve una idea.
A Lucía le encantaba Frozen, “la princesa de hielo”, así que me informé de dónde estaba la productora de los dibujos. En Burbank, California. Era una locura pero había que intentarlo. Cogí un billete de avión y tras diez horas de viaje me presenté en la puerta de los estudios de la serie. Pedí por favor que me dejaran hablar con el responsable o jefe de producción. Después de dos horas esperando, apareció y me dijo que tenía diez minutos, que se tenía que marchar.Le dije que había viajado desde Madrid porque mi hija era fan de su película, que le habían diagnosticado leucemia y que tenía que hacer todo lo posible porque fuera feliz y se curará lo antes posible. Le ofrecí 100.000 euros para que produjera capítulos en los que se tratara el cáncer desde un mundo de fantasía y me los mandara en un DVD. Se quedó pensativo. Me dijo que me guardara el dinero. Que para ellos eso era calderilla. Yo me quedé abatido. Pero de repente, me dijo que le diera mi dirección, que me llegaría un capítulo por semana. Lloré. Y le abracé. Le di las gracias unas seis veces seguidas y también le dije que le mandaría fotos. Volví al aeropuerto para coger el vuelo de vuelta.
Transcurrido un mes, Lucía estaba pasando con éxito la fase de inducción. Ya había visto 3 capítulos de una Frozen sin pelo por culpa de una maldición de una bruja que no quería que tuviera príncipe. Ella se creía que también tenía esa maldición. Supero las intensas sesiones de quimioterapia con alegría y buen humor. Mi mujer y yo llorábamos de verla feliz.
Seguían llegando capítulos semanales y Lucía comenzó la fase de consolidación. Las células cancerígenas remitían, todo estaba saliendo bien. En otros dos meses comenzaría la fase de mantenimiento, la más larga, pero la fase final.
Después de varios meses, los médicos nos dijeron que parecía que la leucemia se había ido pero que era recomendable estirar un poco el periodo de mantenimiento. Es curioso, la vida nos dio en un año la peor y la mejor noticia de nuestras vidas.
Nos fuimos del hospital a celebrarlo. Abrimos champagne y nos juntamos con la familia. Pasados unos dias, le dije a Lucía que nos íbamos a la playa, que ya había acabado la maldición de la bruja. Lucía tarareaba canciones en el viaje y gritaba << Ya puedo tener un príncipe papa!>>
Llegamos a la playa y fuimos a la orilla del mar. Hice un pequeño montón de arena y coloqué la cámara de fotos con el temporizador. Nos colocamos los tres, Lucía encima de mis piernas, y cogimos un puñado de arena. La cámara disparo mientras la arena se colaba entre nuestros dedos.
Envié la foto a una pequeña impresora portátil que tenía en el coche. Saqué un sobre que guardaba en la guantera. Metí la foto en el y escribí:
Burbank, California.
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